Fernando Pérez Ollo, durante una conferencia sobre la Meca en mayo de 2007. (Jorge Nagore)
Gracias a Fernando Pérez Ollo, hoy sabemos, entre miles de otras cosas, que Miguel Astráin Remón, autor del famoso vals del Riau-riau, nació entre las 8 y las 9 de la noche del 8 de mayo de 1850, hijo de Lesmes Astráin y Ciriaca Remón. Datos quizá baladís para buena parte de nosotros, lectores o pamploneses, pero imprescindibles para Fernando, que a buen seguro revolvió archivos y legajos hasta dar con la hora exacta en la que Astráin vino al mundo en el domicilio familiar de la calle Mañueta. Cuando Fernando Pérez Ollo escribió un librito de 46 páginas sobre el vals de las vísperas de San Fermín y su autor, corría el año 1973, así que el que esto escribe ni siquiera había nacido. Editado por Diario de Navarra dentro de una colección de cuadernos de la cofradía gastronómica del Pimiento Seco, nunca había conseguido hacerme con un ejemplar. Fue, según tengo entendido, corta su edición y, por esto, era complejo encontrarlo. Hace ya unos años, en una antigua librería hallé un ejemplar del librito, así que corrí al periódico para enseñárselo a Fernando y pedirle que, por favor, me lo dedicara. Fernando llegaba siempre bastante antes de las 4 y allí me plante frente a su mesa cuando todavía la redacción es un lugar tranquilo. Pagué 4,80 euros por libro, aunque hubiera dado muchísimo más. En el libro, para hacerse una idea, abunda más el texto a pie de página que en el relato de la historia, lo que permite valorar la exhaustividad con la que Fernando trabajaba excavando en los archivos.
“Lamentablemente -le dije a Fernando cuando llegue al periódico con el ejemplar de tapa verde descolorida- por algún error en la imprenta, las páginas están unidas y tendré que cortarlas con cuidado para poder leerlo”. Fernando se me quedó mirando, sorprendido, y soltó una carcajada enorme, mientras comenzó a rebuscar algo entre sus papeles. Cuando terminó de reír, sacó un abrecartas precioso, plateado, que había quedado oculto entre la pila de periódicos abiertos unos sobre otros en las páginas de Opinión y algunas carátulas de cd’s de música clásica. Con rapidez me quitó el libro de las manos y lo colocó sobre la mesa. Una por una fue abriendo los pliegues del libro, rasgando con fuerza cada una de las páginas, mientras me explicaba esta técnica que consistía en dejar las páginas unidas para demostrar que el ejemplar era de primera mano y sin uso, que nadie más lo había leído antes. “Se denomina libro intonso”, me dijo sobre este tipo de encuadernación exquisita y casi de coleccionista que mantiene los pliegues sin guillotinar. En su primera página, con una letra preciosa, escribió junto a su firma: “Para Ignacio, pamplonés recalcitrante, este pecado de juventud, cordialmente. 13-XII-2003”.
Esta brevísima anécdota se repetía con Fernando a diario. Si no aprendías que un libro era intonso, te contaba las interioridades de unos cuantos políticos para entender lo ocurrido en una discusión parlamentaria, o te resumía el por qué de la vida azarosa de Manolote con Lupe Sino o te deslumbraba con la localización exacta de un término de Navarra que hubieras jurado ser inexistente. La mayoría de estas historias las escuché en el despacho de César, a donde siempre que podía me acercaba cuando el perfil de Fernando se dibujaba dentro de la cristalera. Apoyado en la cajonera y con su brazo izquierdo cruzado. Hablando muy serio, pero a la vez bromeando. Sus camisas de cuadros de manga larga, fuera invierno o verano, eran aviso seguro de que había conversación en ciernes. Y, si no, bastaba con sacar cualquier tema para darle cuerda y pasar 15 minutos entretenidos.
Su desbordante conocimiento te noqueaba por momentos, hasta el punto del aturdimiento en una conversación de cualquier asunto. Fernando se exhibía en sus discursos, pero generaba admiración con sus palabras. Tenía un grado de empatía insultante, hasta el punto de que todos nos hemos sentido especialmente queridos por él. En el periódico, con todos tuvo detalles, a todos hizo guiños y de todos se conocía el punto débil para sacar el tema de conversación que más nos gustaba o con el que mejor nos picaba. El pueblo de origen o alguna barbaridad que habíamos escrito sin contrastar el dato o la fecha correcta.
“Tómbola y vencejos; 55 días!”, me escribió el último 12 de mayo, cuando en el paseo de Sarasate comenzaban a montar las estructura de la tómbola de Cáritas y se acercaba el tumulto sanferminero a la ciudad. La enfermedad la había impedido viajar a Sevilla este año con sus amigos de la comisión taurina. Ignacio Cía, Eugenio Salinas y José Mª Marco no pudieron disfrutar, como en otras ocasiones, de la emoción de Fernando en las fincas de las ganaderías contratadas para Pamplona. Luego olisqueaba entre su tarjeta de la cámara de fotos para ver algunos de los toros que vendrían en julio. Nunca publicó en el periódico nada relacionado con la Meca. "En el periódico no hablo de la Misericordia y en la Misericordia no hablo del periódico", había resumido alguna vez. Quizá por este frustrado viaje a Sevilla afrontó los Sanfermines con una renovada emoción, además de por lo bien que transitaba el tratamiento. Como otros años, no se perdió ningún desembarque en el Gas, ni quiera el de Miura, en la fría noche del pasado 30 de junio. Su mensaje llegó puntual, cerca de la 1 de la mañana. "Los 'miura', en el Gas". En la plaza, en San Fermín, todas las tardes comprobaba si Fernando ocupaba su localidad de barrera en el Tendido 4 o si, por el contrario, se encontraba junto a Ignacio Cía en una cuartito de la grada observando casi a escondidas por un pequeño ventanuco oscuro la corrida. Si mirabas con cuidado y muy de cerca, se asomaban discretas dos cabezas: Fernando e Ignacio Cía. Esas tardes de toros, en ese cuartito de la plaza, tenían su guasa por sus comentarios, muchas veces ácidos y siempre acertados sobre la lidia en el ruedo. Las peñas y sus charangas les volvían locos con sus desafinadas melodías en plena lidia, y hasta llegaron a cartearse en Navidad regalándose alguna imagen de su trompetista "favorito".
Creo que si, verdaderamente, existe el cielo, merecerá la pena llegar allí para encontrarnos de nuevo a Fernando. Supongo que, para cuando nosotros lleguemos, ya le habrá dado tiempo a controlar aquel archivo y ni me imagino todo lo que nos podrá contar para ponernos al día de lo que habrá documentando. Mientras tanto, nos queda el recuerdo de su compañía y, lo que es más valioso, el valor incalculable de sus trabajos, sus críticas, sus crónicas, sus entrevistas, sus notas del reporter o sus libros sobre Baroja, Sarasate, la plaza de toros o la Casa de Misericordia.
Gracias, Fernando.
20-X-2011
Ignacio. Qué grande eres! Un beso. P.M. desde el panelado.
ResponderEliminarIgnacio, qué grande eres! Un retrato emocionante de FPO. Tan bien descrito que parecía que lo estaba viendo y todo. La escena del intonso y las del cuartito de César "con el brazo cruzado". Un beso desde el 'panelado' P.M.
ResponderEliminarPerfectamente retratado, Ignacio. No puedes imaginar cuántos detalles de Fernando he vuelto a recordar. Gracias.
ResponderEliminar