Ganadería. Seis toros de Torrestrella (Herederos de Álvaro
Domecq y Díez), de variadas y buenas hechuras.
Rubén Pinar, de hueso y oro, vuelta y una oreja.
Arturo Saldívar, de verde botella y oro, silencio y silencio tras un aviso.
Esaú Fernández, de blanco y oro
Arturo Saldívar, de verde botella y oro, silencio y silencio tras un aviso.
Esaú Fernández, de blanco y oro
Barquerito. Pamplona
Puestas en pie, los brazos en alto, suplicante y
desenfadadamente, las peñas y andanadas de sol corearon a las seis y media en
punto los acordes solemnes del 'Te Deum' de Charpentier y entonces pareció
arrancar en serio la Feria del Toro, porque ayer era el día de San Fermín, la
jornada en la que empiezan a correrse los encierros y el primero, por tanto, en
que saltan los toros en puntas. Una corrida de Torrestrella, clásica entre las
clásicas de esta feria singular, pero el hierro llevaba castigado seis años y
ésta era la tarde de su regreso a Pamplona. Estaban en un burladero de callejón
el hijo y uno de los nietos del difunto Álvaro Domecq. En la arena, Rubén Pinar
fue el triunfador al cortar la única oreja de la tarde.
Fue una corrida muy variada de tipos, hechuras, pintas y
remate.
Pero también pronta, tal vez porque las tardes de viento
electrizan a los toros criados en tierras como las de Torrestrella tantas veces
batidas por los levantes y los ponientes. Pero fueron de electricidad templada,
rasgo tan difícil de fijar en un toro de lidia.
Listeza, colocación, ligazón y temple de Rubén Pinar con ese
cuarto tan notable, que incansable venía a engaño como si le dieran cuerda, sin
hacer un extraño pero sin dejar de respirar con bravura. El exceso de cara
-casi un metro de cuerda de pitón a pitón- había hecho a los veterinarios dudar
en los reconocimientos. El toro daba 470 kilos en báscula. No hubiera resultado
escandaloso rechazar el toro, pero el conocedor de la ganadería y el hombre de
los toros de la Casa de Misericordia, Miguel Criado hijo, insistieron porque
sentían, presentían y sabían que el toro iba a ser como fue.
Por lidiarse en cuarto lugar, se vivió la pelea entre el
fragor amorfo de la hora de la merienda, que no perdona. Sin embargo, el buen
dominio de Pinar y la calidad del toro se celebraron con olés festivos. Algo
tarde, La Pamplonesa se animó a subrayar con un pasodoble el baile. Fácil en
todos los lances, Rubén tuvo corazón para cruzar con la espada y enterrarla
arriba. Rodó el toro.
También el primero de corrida había rodado sin puntilla. El
rigor de la estocada fue celebradísimo. Más incluso que el manejo previo tan
seguro del toro. El primero de Pinar fue también toro noble, pero de los que se
van haciendo y creciendo poco a poco.
En el resto de la jornada, la sensación fue que medió un
abismo generacional entre las tablas, los recursos y el temple de Pinar y la
frescura de dos matadores casi núbiles, y con tan pocas horas de vuelo como
Arturo Saldívar y Esaú Fernández. Saldívar, castigado por el viento más que
nadie, se llevó, además, los dos toros menos claros de la corrida: un segundo
que atacaba con brusquedad y echaba la cara arriba; y un quinto, de muy
astifinas agujas, las palas vueltas, flaco, alto y eléctrico, que protestó en
el caballo y no metió la cara en serio, ni por inercia ni por fijeza.
Por su parte, Esaú se fue a porta gayola para saludar al
sexto, que era enorme, y trató con él de batirse en una de esas faenas clásicas
de sol de Pamplona, que sorprendió a las peñas, sin embargo, algo fatigadas.
Candorosos intentos para meter en vereda a ese sexto, que con hechuras de
gigante venía, sin embargo, con docilidad. No fue fácil rematar muletazos ni
acoplarse. Al buen tercero le pegó con la diestra dos tandas de cierto encanto.
Sólo de uno en uno con la izquierda, que es donde estaba el fondo del toro.
Mató con notable arrojo y acierto.
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